Dos franceses en Manhattan
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Una imagen de "Dos hombres en Manhattan" en la pantalla de mi ordenador.
En los últimos meses, merced a esas impagables ediciones en DVD que recuperan las más preciadas rarezas cinematográficas, he tenido oportunidad de ver un par de cintas cuya proyección anhelé durante los últimos treinta años, desde el comienzo de mi actividad cinéfila: Dos hombres en Manhattan (Jean-Pierre Melville, 1958) y Tres habitaciones en Manhattan (Marcel Carné, 1965).
De Dos hombres... supe por primera vez a medida que me adentraba en las noticias biográficas sobre ese maestro indiscutible del polar que fue su autor. Imaginaba que sería una de las cumbres del género y casi hay que decir que es ajena a él. Tres habitaciones..., que llegué a ver mal, con la pasión cinéfila aún por nacer, empecé a codiciarla por su cartel original español. Siendo yo auxiliar de montaje en Arcofón, unos estudios hoy cerrados y olvidados de la calle de Vallehermoso, Mercurio -la distribuidora de la cinta de Carné, que tenía en Arcofón un almacén-, quebró. Un paquete de sus carteles vino a parar a mí. A comienzos de este nefasto 2010 me deshice de ellos por una cantidad que me apañó una semana. Entre aquellos afiches, que se les llamaba, había varias copias del de Tres habitaciones... Una decoró mi chamizo de Atocha y todavía guardo algunas de ellas en mi poder.
No es sólo que el largo tiempo que los codicié me haya llevado a asociarlos. Son varias las analogías que se registran entre ambos filmes, amén de la localización y los adjetivos numerales de sus respectivos títulos. Uno y otro dan cuenta de la experiencia errática en las noches del célebre distrito neoyorquino de unos franceses desplazados allí. En el caso de Melville, que incorpora personalmente a Moreau -uno de sus protagonistas-, el vagabundeo obedece a la búsqueda de un antiguo héroe de la resistencia, ahora representante de su país en la ONU, que acaba de desaparecer en extrañas circunstancias.
Carné nos presenta a un actor, derrumbado a consecuencia de una ruptura sentimental, que conoce en un bar a una mujer también maldita por el amor. Interpretados por Maurice Ronet en el papel de Francois Comte y Anne Girardot en el de Kay Larsi, la pareja volverá a encontrar el sentimiento, no sin antes haber pasado por las dudas y recelos de quienes se disponen a amar después de haber amado mucho y casi siempre mal.
También Moreau y Delmas (Pierre Grasset) acaban por saber que el destino último de Fèvre-Berthier, el diplomático francés, fue una cama mucho menos noble que su entrega a la resistencia. Pero son muchos los asuntos que ambas cintas me sugieren y no cuenta entre ellos la reproducción de sus argumentos.
La que me interesa destacar ahora de esas cuestiones es la mitificación de Manhattan por parte de dos de los cineastas que más admiró. El retrato de los rascacielos, los neones, las alcantarillas humeantes -que a Kay le llaman la atención tanto como mí-, las inmensas avenidas... En fin, la singular arquitectura del escenario, magníficamente fotografiado por Nicolas Hayer en Dos hombres... y por Eugen Schüfftan en Tres habitaciones..., confiere a ambas películas una textura especial, que no tienen ni los planos de Manhattan de Alrededor de la medianoche -el homenaje que Bertrand Tavernier rindiera a Bud Powell en 1986- ni Manhattan (1979) del dichoso Woody Allen.
Aunque también es un genuino representante de esa fascinación de ciertos cineastas franceses por Manhattan, Tavernier se distancia de la estética de Melville y Carné por ese color que sobra y priva a Alrededor de la medianoche -una de las cintas en las que he echado más de menos el blanco y negro- del tono documentalista que requiere la noticia de la amistad que unió al pianista de jazz Bud Powell -cuyo trasunto, Dale Tuner, es incorporado por el saxofonista Dexter Gordon- con el dibujante francés Francis Paudras -Francis Borler en la película e interpretado por François Cluzet-.
Por su parte, el Manhattan de Woody Allen, el gran enamorado del célebre distrito neoyorquino de entre los cineastas, también dista mucho del de Carné y Melville porque es real. Esto no ha de tomarse como un elogio, cualquiera que siga esta bitácora sabe que soy de los pocos que no acaban de verle la gracia al bueno de Allen.
Hay algo en las propuestas de Melville y Carné, cuyos interiores están rodados en estudios de París, que no en interiores naturales, que hace que esa alternancia cante. Ni me molesta ni la reprocho. Simplemente la percibo como esa polarización entre la realidad y el deseo de la que nos habla Luis Cernuda. El Manhattan de mis favoritos no es real. Es una ensoñación surgida del mito, que en el caso de Carne es tan grande que incluso hace que Francois Comte se paseé por los solares neoyorquinos.
Nunca me cansaré de sostener que la verdadera capital del jazz es París. Allí se le dio carta de manifestación cultural, allí se fundó el Jazz Hot Club -algo así como la primera cátedra del jazz- y allí se exiliaron algunos de los mejores músicos, huyendo de racismo imperante en Estados Unidos. Sin embargo, el mito de Manhattan por parte de los cineastas franceses nace en el jazz o al menos discurre en paralelo. El jazz está omnipresente en ambas películas. Melville incluso lleva a sus personajes al estudio neoyorquino de la Capitol Records, donde Virginia Graham (Glenda Leight), la clásica rubia del relato criminal, se dispone a grabar la clásica canción para arrullar corazones destrozados. Carné, que aquí demuestra ser tan afecto al jazz como Malle o Jacques Becker, hace que Kay ponga cool en las juke-box, le pida canciones al pianista y escuche ensimismada la pieza que interpreta Virginia Vee.
La bebida es otra de las constantes que registro en el mito de Manhattan. Francois Comte se refiere en un momento dado al cansancio que procura el alcohol en ayunas. Y recuérdese que Ronet, el actor que lo encarna, es uno de los que mejor han expresado el alcoholismo en la pantalla. Cómo no recordar su creación de Alain Leroy en El fuego fatuo (Louis Malle, 1963). En tanto que Kay -nunca podré olvidar que Annie Girardot, la actriz que la encarna, era la favorita de mi madre- bebe como un hombre de bar de en bar.
Asimismo, Delmas, el fotógrafo que acompaña a Moreau en la búsqueda del diplomático, duerme entre otra rubia y una botella de whisky que le sirve de desayuno, lleva una petaca en el abrigo para que no le falte el trago reconfortante en ningún momento y, según le anuncia el mismo Moreau, en apenas un año será un barfly tan patético como uno que da tumbos en una de las barras por las discurre su recorrido.
No hay duda, el mito de Manhattan en los cineastas galos tiene en el licor un pilar igual de grande que el del jazz. Es más, en El fuego fatuo, preguntado por un intento fallido de dejar de beber, Leroy responde eso es algo imposible en Nueva York. Me dispongo a revisar toda la filmografía de Malle que atesoro. Emplazo pues al lector para futuras reflexiones sobre El fuego fatuo, sobre la banda sonora de Ascensor para el cadalso (1957) -que, cuenta la leyenda, Miles Davis compuso mientras le proyectaban el copión de la cinta- y sobre cuantas historias me sugiera la revisión. Pero no divaguemos de momento.
A mi juicio, esa idealización de Manhattan, manifiesta especialmente en el whisky y en el jazz, acaba por obrar en contra de ambas cintas. Tanto Dos hombres... como Tres habitaciones... son obras fallidas. Quede claro que las aplaudo y ha sido una auténtica satisfacción su visionado. La de Melville -junto con John Ford el único cineasta que me ha procurado el mismo entusiasmo a lo largo de mis treinta años de experiencia cinéfila- la tengo en más alta estima que el propio maestro. Pero justo es reconocer que el gran Jean-Pierre Melville, que acababa de apuntar maneras en Bob le flambreur (1952), será el que se ponga en marcha a partir de El confidente (1962) prolongándose hasta Circulo rojo (1970). Crónica negra (1972) vuelve a ser una cinta fallida.
No menos justo es apuntar que el gran Marcel Carné ya había sido. Cuando el maestro del realismo poético -en mi opinión lo fue más que Jean Renoir- emplazó su tomavistas en Manhattan ya quedaba atrás ese ciclo iniciado en Muelle de las brumas (1938), una de las cintas más conmovedoras de toda la historia del cine, y prolongado en una sucesión de obras maestras hasta Las puertas de la noche (1946). Por cierto, la música de esta última, original de Joseph Kosma, daría lugar a Las hojas muertas, el inmortal estándar de la canción francesa que inspirara a su vez tantas versiones a tantos grandes del jazz.
Al igual que percibo algo al pasar de un escenario de ensueño como Manhattan a otro tan prosaico como un estudio de filmación, creo que la complacencia, la celebración del mito neoyorquino, actúa en detrimento de la narración, que en ambos casos acaba resultando confusa. Fue el propio Melville quien, tras renegar de Dos hombres... declaró en una entrevista: "El callejeo, el principio de la búsqueda, raramente se sostiene si al final de la búsqueda no ocurre algo extraordinario". Abundando en las palabras del maestro cabría apuntar que, dada la confusión que entraña en sí misma la experiencia errática, hay que hilar muy fino para retratarla de forma meridiana, sin distraerse en la liturgia de la mitificación.
Ahora bien, que nadie se llame a engaño, Dos hombres en Manhattan y Tres habitaciones en Manhattan despiertan en mí una admiración mucho mayor que cualquiera de los títulos de la cartelera actual.
Publicado el 8 de octubre de 2010 a las 16:00.